La caja de Pandora
Hace
mucho, muchísimo tiempo, cuando nuestro mundo se hallaba en la infancia, había
un niño llamado Epimeteo, que nunca había tenido padre ni madre, y para que no
estuviera solo, otra niña, procedente de un lejano país, y que se llamaba
Pandora, fue llevada a vivir con él.
La
primera cosa que vio Pandora al entrar en la casa en que vivía Epimeteo, fue
una gran caja, y casi inmediatamente después de haber atravesado el umbral,
preguntó qué había en ella.
—Mi
querida Pandora —contestó Epimeteo —es un secreto. La caja fue dejada aquí,
para que estuviese bien guardada; y yo mismo no sé lo que contiene.
—Pero
¿quién te la dio? —Preguntó Pandora — ¿De dónde procede?
—Una
persona de aspecto risueño e inteligente la dejó ante la puerta antes de que
llegaras tú; y según vi, apenas podía contener la risa al hacerlo.
—Ya
lo conozco,—dijo Pandora pensativa—era Mercurio. Éste fue quien me trajo, y sin
duda hizo lo mismo con la caja. Estoy segura de que es para mí, y
probablemente, contiene hermosos trajes y juguetes o bien una golosina.
—Es
posible—contestó Epimeteo alejándose—pero hasta que Mercurio regrese y nos
autorice para ello, no tenemos el derecho de abrirla.
—
¡Qué muchacho tan tímido! —murmuró Pandora, cuando el niño salía de la casita.
—Me gustaría que fuese más animoso.
Y
en cuanto Epimeteo se marchó, la niña se quedó mirando el objeto que había
despertado su curiosidad.
Las
esquinas de la caja aparecían talladas con mucho arte y primor. En los lados
había figuras muy graciosas de hombres, mujeres y lindísimos niños. La cara más
bonita de todas había sido esculpida en alto relieve, en el centro de la tapa.
Ninguna otra particularidad se advertía, exceptuando la obscura y lisa riqueza
de la madera pulimentada y el rostro del centro con unas guirnaldas de flores
sobre sus cejas.
La
caja permanecía bien cerrada y no por una cerradura u otro medio semejante,
sino con una cuerda de oro cuyos dos extremos estaban atados de un modo tan
complicado, que, probablemente, nadie habría logrado deshacer el nudo. Y, sin
embargo, precisamente al ver tal dificultad, más deseos sentían Pandora de
examinarlo, a fin de averiguar cómo había sido hecho.
—Creo—se
dijo—que ya sabré des-hacerlo y luego atarlo otra vez, y como de ello no ha de
resultar ningún daño…
Ante
todo, trató de levantar la caja. Elevó un lado algunos centímetros y la dejó
caer, produciendo algún ruido. Un momento después le pareció oir que dentro se
removía algo. Aplicó el oido y escuchó. Sin duda alguna se percibía dentro algo
así como murmullos apagados.
Y
al retirar la cabeza, sus ojos se clavaron en el nudo de la áurea cuerda.
—No
hay duda de que quien hizo este nudo es persona muy ingeniosa, se dijo —pero me
parece que lo podré deshacer.
Entretanto
los brillantes resplandores del sol atravesaron la abierta ventana. Pandora se
detuvo para escuchar, pero al mismo tiempo e inadvertidamente, retorció algo el
nudo, y con gran sorpresa vio que la cuerda de oro se había desatado por sí
misma, como por magia.
—¡Que
cosa tan extraña! —exclamó la niña. — ¿Qué dirá Epimeteo? —¿Sabré hacer otra
vez el nudo?
Hizo
una o dos tentativas para conseguirlo, pero pronto vio que tal intento era muy
superior a su destreza. Así, pues, nada podía hacer, sino dejar la caja
desatada hasta el regreso de Epimeteo.
Entonces
la niña pensó que su amigo creería que había mirado el interior de la caja, y
no siéndole posible evitar que así se lo figurara, díjose que lo mejor era
justificar tal sospecha satisfaciendo su curiosidad… No habría podido asegurar
si era ilusión o no, pero le parecía que algunas voces murmuraban dentro de la
caja:
—¡Déjanos
salir, querida Pandora, déjanos salir! ¡Seremos para ti muy buenos compañeros
de juego! ¡Oh, déjanos salir!
—¿Quién
será? —pensó Pandora.— Sin duda hay alguien vivo dentro. Sí, seguramente. Voy a
dar una mirada, sólo una y luego volveré a cerrar.
Pero
ya es tiempo de que veamos lo que hacía Epimeteo.
Aquella
era la primera vez, desde que llegara su compañera de juegos, que iiabía
tratado de divertirse solo, pero como se aburría, decidió interrumpir sus
juegos y volver a donde estaba Pandora. En el momento en que iba a entrar en la
casita, la mala niña tenía la mano a punto de levantar la tapa de la caja, y
Epimeteo la vio. Si él la hubiera avisado dando un grito, Pandora,
probablemente, habría retirado la mano de la caja; y tal vez no fuera conocido
aún el fatal misterio que guardaba.
Cuando
Pandora levantó la tapa, el aire se obscureció porque una nube negra salió de
ella y se extendió ante el sol, ocultándolo completamente. Luego, durante
algunos instantes, se oyó un murmullo y una serie de gruñidos que pronto se
transformaron en un fragor parecido al estampido del trueno… Pero Pandora, sin
hacer caso de ello, acabó de levantar la tapa de la caja y miró a su interior.
Pareció
como si una multitud de seres alados pasaran rozándole el rostro, huyendo del
encierro, y en el mismo instante oyó la voz de Epimeteo que exclamaba en tono
lastimero, como si experimentara algún dolor:
—¡Oh,
me han picado! ¡Me han picado! ¡Perversa Pandora! ¿Por qué has abierto esa
maldita caja?
La
niña dejó caer la tapa e incor-porándose miró a su alrededor para ver qué le
había ocurrido a Epimeteo. La nube que se había formado obscureció de tal modo
la habitación que apenas podía divisarse lo que en ella había. Pero oyó un
desagradable zumbido, como si por allí revolotearan enormes abejorros. En
cuanto sus ojos se hubieron acostumbrado a la imperfecta luz que reinaba, vio un
enjambre de feas y asquerosas figuras provistas de alas de murciélago y armadas
de terribles aguijones en sus colas, una de las cuales fue la que picó a
Epimeteo. Pocos ins-tantes después también Pandora empezó a quejarse, pues
sentía no menos dolor y miedo del que experimentara su compañero de juegos,
pero sus quejas fueron más ruidosas que las de Epimeteo. Un repugnante y ruin
monstruo se posó en su frente, y la habría herido tal vez de gravedad, si
Epimeteo no lo hubiera impedido.
Ahora,
si desea saber el lector quienes eran aquellos feos seres evadidos de La caja
en que estaban prisioneros, le diremos que formaban la familia completa de los
males. Había malas Pasiones, muchas especies de Cuidados, más de ciento
cicuenta Dolores y Tristezas, gran número de Enfermedades y, en fin, más formas
de Maldad de lo que es dable imaginar. Entretanto no sólo Pandora, sino también
Epimeteo, ha-bían sido gravemente picados y sufrían mucho, cosa que les parecía
tanto más intolerable, cuanto que era el primer dolor que sentían desde que
existía el mundo. Por esta razón estaban de muy mal humor y muy disgustados uno
de otro.
Epimeteo
se sentó en un rincón dando la espalda a Pandora y ésta, por su parte, se dejó
caer al suelo, apoyando la cabeza sobre la fatal y abominable caja. Lloraba
amargamente como si su corazón fuera a destrozarse.
De
pronto se oyó un golpecito proce-dente del interior de la caja.
—
¿Quién podrá ser? —se preguntó Pandora, levantando la cabeza. En cuanto a
Epimeteo, o no había oído el golpe, o estaba demasiado preocupado para hacer
caso de él. Sea como fuere, no contestó.
—
¿Por qué no me hablas? —exclamó Pandora sollozando
Y
entonces se oyó nuevamente el golpecito, procedente del interior de la caja.
Era tan suave que parecía como si lo dieran los dedos de una hada.
—
¿Quién eres? —preguntó Pandora sintiendo aún cierta curiosidad.
Una
vocecita dulce contestó a sus palabras, diciendo:
—
¡Levanta la tapa y lo verás!
—No,
no—contestó Pandora echándose a llorar de nuevo. —Ya estoy escarmentada de
haber abierto la caja. ¡Ya que estás encerrada, no saldrás!
Y
miró a Epimeteo mientras hablaba, solicitando su aprobación a lo que acababa de
decir. Pero el muchacho sólo murmuró que tal prueba de buen juicio era tardía.
—
¡Ah! dijo nuevamente la dulce vocecita —obrarás bien dejándome salir. No soy
como esos monstruos que tienen aguijones en la cola. Ven, hermosa Pandora.
Estoy segura de que me dejarás salir.
Y
había un encanto tal en el tono de aquella voz, que casi era imposible negarse
a lo que pedía. Pandora, al oiría, sentía disiparse su tristeza y Epimeteo, que
continuaba en su rincón, volvió la cabeza mostrando en su aspecto mejor humor
que antes.
—Querido
Epimeteo—exclamó Pandora, — ¿Has oído esa vocecita?
—Sí,
contestó él, todavía malhumorado—y ¿qué?
—
¿Te parece que abra otra vez la caja?
—Obra
como quieras —replicó Epimeteo. —Después de lo hecho ya no importa que repitas
tu imprudente acción.
—Podrías
hablarme con alguna mayor bondad —murmuró la niña enjugándose los ojos.
—
¡Si estás deseando verme!—gritó la vocecita, dirigiéndose a Epimeteo. —Ven,
querida Pandora, abre porque tengo gran prisa por consolarte.
—
¡Epimeteo! —Exclamó Pandora —Suceda lo que quiera, estoy resuelta a abrir la
caja.
—Y,
como la tapa parece muy pesada, —dijo el niño atravesando la habitación —yo te
ayudaré.
Y
así los dos niños unieron sus fuerzas para abrir nuevamente la caja. Salió de
ella un personaje sonriente, cuyo cuerpo parecía formado con rayos de sol.
Empezó
a revolotear por la estancia, iluminando los lugares en que se posaba. Se llegó
a Epimeteo, y tocó ligeramente con uno de sus dedos el lugar donde le había
picado el Dolor y en el acto el niño dejó de sentir sufrimiento alguno. Luego
besó a Pandora en la frente y el daño que le causara el Mal fue tambiér inmediatamente
curado.
—
¿Quién eres, hermosa criatura?— exclamó Pandora—
—Soy
la Esperanza —contestó el brillante ser.
—Tus
alas tienen el color del arco iris —añadió la niña. —¡Qué hermosas son!
—Sí,
son como el arco iris —dijo la Esperanza —porque aun cuando mi naturaleza es
alegre, estoy formada de lágrimas y de sonrisas.
—
¿Querrás quedarte para siempre a nuestro lado? —preguntó Epimeteo.
—No
me moveré mientras me necesitéis —contestó la Esperanza sonriendo. —No os
abandonaré mientras viváis en el mundo. Sí, queridos niños, sé que más tarde os
será otorgado un don inapreciable.
—
¡Oh, dínos cual!
—No
me lo preguntéis —repuso la Esperanza poniéndose un dedo en sus rosados labios.
—Pero no desesperéis, aun cuando nunca gozaseis en esta vida de la felicidad
que os he anunciado. Creed en mi promesa, porque es verdadera.
—
¡Creemos en ti! —gritaron a coro Epimeteo y Pandora.
Y
así lo hicieron, y no solamente ellos, sino que también todo el mundo ha
confiado en la Esperanza, que desde entonces vive en el corazón de los hombres.
Tal
es el poético ropaje con que la imaginación griega ha vestido la caída de los
progenitores del linaje humano, que con diversas formas se nos presenta en las
tradiciones y mitos de los pueblos antiguos.
PIRAMO Y TISBE
Píramo y
Tisbe eran dos jóvenes babilonios que vivieron, según se cuenta, durante el
reinado de Semiramis. Vivían en casa contiguas y estaban perdidamente
enamorados. Pero sus familias, ferozmente enfrentadas, les habían
prohibido verse. Píramo y Tisbe se encontraban en secreto, entonces, a través
de una grieta en la pared que separaba sus casas. Y cuando nadie los veía,
alimentaban su amor con dulces palabras, aunque apenas podían verse ni tocarse
a través de la estrecha hendidura.
Un día, los
jóvenes decidieron terminar con ese suplicio y fugarse juntos. Convinieron en
encontrarse esa noche a la orilla del río, junto a un árbol de moras. Tisbe
llegó temprano, pero al ver a una leona acercarse al río para beber, huyó del
lugar, asustada, dejando caer su velo. La leona, manchada de sangre de su
reciente cacería, se puso entonces a jugar con el velo. Al llegar Píramo, y ver
a la leona desgarrando el velo de Tisbe, manchado de sangre, creyó que su amada
había muerto. Desesperado, el pobre muchacho se suicidó atravesándose con su
espada. Su sangre bañó las moras, que desde entonces son de color púrpura.
Al ver
alejarse a la leona, Tisbe salió de su escondite y volvió a la orilla del río,
donde encontró a su novio agonizando rodeado de extrañas moras violáceas. Tisbe
no dudó: atravesándose ella también con la espada, se acostó junto a Píramo y
se abrazó a él. Poco después los amantes, tal como se lo habían propuesto,
partían juntos para siempre.
Según otra
versión tal vez aún más antigua, los hechos ocurrieron en la región de Cilicia
y Tisbe se suicidó al saberse embarazada, por temor a las represalias de su
familia. Píramo, al encontrarla sin vida, la siguió, metamorfoseándose la
joven Tisbe en una fuente, y el muchacho en un río. El río Píramo, que conserva
su nombre hasta el día de hoy.
Esta trágica
leyenda ha inspirado innumerables historias de amor a lo largo de los siglos.
Entre ellas, la inmortal Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
Dentro de la
tradición latina, la morera es conocida como Árbol de Píramo, en honor al joven
babilonio y su sacrificio de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario